Casa. Caos. Salvavidas
En la vida, te vas a encontrar con muchos tipos de personas. Están las personas de toda la vida, las que han estado en todos tus errores, decepciones y despedidas y lo mejor es que sabes que estarán en los siguientes. Yo las llamo personas casa, donde río, lloro, bailo, me quejo o, simplemente, me quedo callada. Personas a las que siempre vas a querer volver.
Luego, están las personas caos. Todos nos cruzaremos en algún momento con esa persona que te descoloca la vida, te la desordena cada vez que aparece. Con la que vives los mejores días de tu vida, pero también te da los peores momentos. Con la que descubres eso que decían de que el amor puede con todo, pero no te queda claro si se referían a posibilidad o a destrucción. Con la que creas algo que creías indestructible que sobrevive a terremotos, tsunamis e inundaciones, y, sin embargo, no sobrevive a su propia intensidad. Y como La Habitación Roja te sigues preguntando qué es lo que pasó. Esa persona a la que pides una razón para quedarte, porque para irte ya te dio demasiadas.
Y, luego, están mis favoritas. Las personas salvavidas.
¿Sabes esas personas que te mantienen a flote? Las que te salvan y ni se enteran. Las que te impulsan. Te hacen sentir bien y quererte un poco más cada día. Que te dan autoestima, te cuidan y te dicen que eres única cada vez que pueden, aunque tú le digas que es un exagerado y camelador. Que con solo mirarte te hacen sentir la mujer más bonita del mundo porque “eres un pibón” te dice y sonríes. Esas que sabes que te podrían hacer tan feliz, porque no cualquier persona te hace olvidar que estás triste. No cualquier persona te devuelve la sonrisa. No cualquier persona te vuelve a ilusionar.
No todo el mundo tiene la suerte de conocer a una de ellas, pero yo soy de las que sí. Y es curioso porque siempre aparece cuando estoy cayendo sin red. Digo aparece, pero quizá sea más justo decir que soy yo quien lo busca. Supongo que todos somos en algún momento algo egoístas y, en mi caso, el noventa por ciento de mi egoísmo lo gasto con él.
Hace unos días, una amiga, mientras nos echábamos un cubata, me preguntó: “¿Cómo estás?” Y es que un simple “¿qué tal estás? viniendo de una amiga con la que llevas un buen rato hablando se convierte en La Pregunta, con mayúsculas. Tú ya sabes sobre lo que te está preguntando, algo a lo que no hace falta referirse con más palabras.
Y me sorprendí escuchándome a mí misma respondiéndole que, a pesar de todo, estaba siendo uno de los mejores momentos de mi vida. Un momento de tranquilidad, plena libertad, paz, cero conflictos. Un momento para mí. Para quererme, cuidarme y elegirme siempre por encima de todo y de todos.
Hablamos de que la libertad engancha y que hay momentos para todo; que, probablemente, después de tanto tiempo, yo necesitaba esto: volverme una adicta a la libertad, al cero compromiso. A conocer gente con la que pasar buenos ratos y recalcamos que no nos referíamos solo al sexo, sino que puedes descubrir en esas personas todo lo que tienes en común y sorprenderte por ello.
Porque si de algo me alegro de este tiempo es de darme cuenta de las posibilidades de encontrar a personas que puedan congeniar conmigo, aunque yo creyera que eso fuera imposible después de todo. Te obcecas en creer que no encontrarás nada igual, pero es que ¿por qué ibas a querer algo igual?
Y descubres que puedes pasar unos de los mejores ratos desde hacía tiempo tan solo tirados en un sofá viejo e incomodo sin televisión, solo hablando de todo y de nada. Recordando y creando nuevos recuerdos. Riéndote de sus ocurrencias y haciendo bromas que seguramente solo él pueda aguantar (si está leyendo esto seguro que ha puesto esa cara que pone cuando le saco de quicio que, por cierto, es el ochenta por ciento del tiempo).
Y es que, a pesar de que el final nos iba pisando los talones, me habría quedado un ratito más “perdiendo el tiempo, ganando vida, cumpliendo sueños”.
M.