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¿2021 o 1800?

Desde que terminó la Navidad, estoy en una especie de autoconfinamiento voluntario. Pero es que entre el Covid que no da tregua después de tantas reuniones sociales (no sé a quién le ha podido extrañar) y la anunciada nevada del siglo (que todavía no entiendo como nos pilló por sorpresa) es bastante difícil hacer planes. Como leí hace poco por Twitter: “hacer  planes es muy de 2019”.

Así que he aprovechado esos ratos libres entre tema y tema de estudio para unos cuantos maratones de Netflix y compañía. Y, este fin de semana, devoré Los Bridgerton. Sé que llego algo tarde, se estrenó a finales de diciembre y, hoy en día, si no ves algo la semana de su estreno (sobre todo si es un éxito), ya estás desfasado. Estamos en el siglo en el que las tendencias duran media hora.

El caso es que la vi en tiempo record y, sí, tengo que reconocerlo, el protagonista seguramente tenga algo que ver, pero no fue lo único (obviamente). Y es que ¿a quién no le gusta una historia de amor en la época victoriana y de la Regencia al estilo de Jane Austen?

Y si a esto le añades a Lady Whistledown, al más puro estilo Gossip Girl, escribiendo los más escandalosos chismorreos de la alta sociedad londinense, todo suma. Porque, ¿quién no se divierte con un buen cotilleo?

“Mi nombre es Lady Whistledown. Usted no me conoce y tenga la seguridad de que nunca lo hará. Pero le prevengo querido lector, yo sí que le conozco a usted”

“And who I am? That´s a secret I never tale. You hnow you love me. XOXO Gossip Girl”.

La historia está ambientada en 1813 en la temporada londinense, donde la protagonista, Daphne, tiene que ir desfilando por bailes, picnics y reuniones sociales para ser presentada en sociedad y conseguir ser lo suficientemente casta, pura, deseable y bonita para que un buen hombre le pida su mano.

Todo ello enfundada en aquellos corsés (del demonio), bonitos vestidos y plumas, muchas plumas, que nunca entenderé su función, al igual que le pasa a una de las hermanas de la protagonista, Eloise. Desde su primera aparición se convierte en mi personaje favorito, con frases para enmarcar. Pero es que siempre he tenido debilidad por esos personajes femeninos que se alejan de lo que se espera de las mujeres de su época y que buscan algo más para ellas: independencia, libertad, decidir sobre su propia vida y vivirla.  

“¿Por qué querría una mujer confirmar el hecho de que es como un pájaro graznando en un ritual para atraer a un hombre? ¿Por qué nuestras opciones deben ser graznar y conformarnos o no salir del nido? ¿Qué pasa si yo quiero volar?”

Eloise hablando sobre las plumas que adornan los peinados de las damas.

“Tener una cara bonita y un pelo divino no es ningún logro. ¿Sabes lo que es un logro? Lo es ir a la universidad. Si yo fuera un hombre haría eso. Pero debo conformarme viendo como mamá se enorgullece de que un hombre admire el rostro y el pelo de mi hermana y la rodee de bebés”

Eloise. 

Y, así, vas viendo como transcurre la historia (de amor) entre cotilleos, bailes, lentejuelas, perlas y diamantes, dulzura e ingenuidad, pero, sobre todo, una gran dosis de ironía que ya llenó las páginas de Orgullo y prejuicio (por decir un título) y que esta serie ha sabido captar (imagino que también las novelas de Julia Quinn en las que está basada).

Esa ironía que intenta dar un poco de luz a ese visión del mundo en el que el papel de una mujer es simple y llanamente el de encontrar un buen marido que la rodee de muchos hijos. Un papel que se le impone desde que nace.

– ¿Nuestra hermana aún no está lista?

– Solo lleva preparándose toda la noche.

– Dirás toda la vida.

– «¿Puedo ir a jugar con Eloise?

– Una dama no juega, Penélope.

– Perdón mamá, ¿puedo ir a buscar pretendientes con Eloise?”

Un papel que debe conseguir o no valdrá nada y así evitar la “horrible y deprimente condición de solterona”. Convirtiendo cualquier baile en un campo de batalla en el que todas las mujeres (niñas más bien) se volvían adversarias en busca de la mejor unión ayudadas por el hombre de la casa que va a buscar el pacto más provechoso porque al fin y al cabo el matrimonio siempre ha sido un contrato decorado con flores, por mucho que ame las bodas, las cosas como son.

“No tienes ni idea de lo que es ser una mujer. De lo que se siente cuando toda tu vida se reduce a un solo momento. He sido criada para esto. Esto es lo que soy, no tengo otro valor. Si no consigo encontrar un marido no valdré nada”.

Daphne a a su hermano mayor. 

“A diferencia de usted no puedo decir simplemente que no quiere casarme. No disfruto de ese privilegio”.

Daphne a Simon. 

Siempre me han encantado este tipo de historias, no por nada Jane Austen es de mis escritoras favoritas. No sé si es esa atmósfera tan bonita de bailes y vestidos, esa nostalgia de grandes salones y fiestas rebosantes de lujo en las que jamás bailaré o el hecho de poder ver, en retrospectiva, lo que ha ido consiguiendo la mujer, pasito a pasito. Porque terminas de ver una serie así y dices: “ostras, pues parece que algo hemos avanzado en 200 años”. O, ¿puede que no?

“Adriana Ugarte cumple 36 años triunfando como actriz, pero sola en el amor”. Para el que no lo sepa (algo que dudo bastante) este es un titular de Chance (portal de noticias de sociedad de Europapress) de hace pocos días. Es cierto que se han disculpado, pero si nadie al leer este titular antes de publicarlo, notó algo raro, es que las cosas no han cambiado tanto en 200 años.

Y es que por muchos triunfos profesionales y personales (no todo en la vida personal se reduce a una relación sentimental) que haya logrado Adriana Ugarte, todo se ve dinamitado con ese “pero sola en el amor”.

La mujer sigue sin tener todo el valor, que sí tiene un hombre, si no vive con uno a su lado, si no consigue salir de esa “horrible y deprimente condición de solterona”. Porque el destino último de una mujer es casarse y tener hijos. Si no, no estás completa, no puedes ser feliz, no puedes sentirte realizada. Y da igual que seas médica, presidenta del gobierno, ganes diez Goyas o hayas descubierto la vacuna contra el cáncer, si no consigues mantener a un hombre a tu lado, has fracasado.  

Y por cosas como estas, cuesta tanto sentirse realizada si no consigues pareja y llegan las prisas y el «se me va a pasar el arroz». Y acabas juntándote con el primero que te habla por Instagram o te invita a una copa en un bar. Porque no quieres estar sola.

¡Qué error! Después de tanto tiempo con pareja, acabé descubriendo cosas que me había perdido. No me arrepiento, obvio que no. Pero a día de hoy no lamento nada de cómo ocurrieron las cosas. Una de las mejores lecciones que me llevo de los últimos años es que, desde que redescubrí la soltería, nunca he vuelto a sentirme sola y seguramente la mayoría de los días los he pasado conmigo misma como única compañía. Pero es que la soledad de uno mismo es infinitamente mejor a la soledad que se siente aun estando acompañado.

M. 

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