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Como un niño el seis de enero

Si algún día vuelvo a enamorarme, sé que será de unos ojos que brillen como los de un niño el 6 de enero. Con esa ilusión, inocencia y seguridad de que todo puede pasar, de que todo es posible. Y, así, volver a creer en la magia. Esa magia que está en ciertos lugares, solo hay que pararse a mirar. Desacelerar un poco y, así, encontrarlos en los sitios y momentos más simples, pero que lo llenan todo.

La magia que hay en la risa contagiosa de una amiga, en un abrazo o en un viaje, aunque sea a ninguna parte. En una conversación con tu padre cuando te cuenta cualquier cosa y, por una vez, lo escuchas de verdad y, lo miras, sonríes y te das cuenta de que el tiempo ha pasado también para él; ese constante en tu vida que de niña siempre creíste indestructible. En unas cervezas después de un mal día. O en el quinto chupito con tus amigas que al día siguiente maldecirás haber tomado. En un paseo con los auriculares a tope y respirar. En un “te quiero” después de hacer el amor.

La magia de una llamada inesperada. De un reencuentro. De una canción olvidada que suena de repente en modo aleatorio y te lleva a diez años atrás y puedes hasta recordar el olor de aquel momento. La que aparece al releer tu libro favorito. En una mirada a escondidas. En el roce de la persona que te gusta. En su ropa en el suelo de tu habitación. En un orgasmo mirándole a los ojos. En esa mañana que subes la persiana y está todo nevado. En la alegría de acertar cuando haces un regalo. En un chocolate caliente un día de invierno. La magia del día de Reyes.

Photo by Jez Timms on Unsplash

Y es que tienes cinco o seis años y, aunque empiezas a hacerte preguntas, decides creer, creer en esa magia porque ya habrá tiempo para crecer. Y, con la inocencia que solo puede tener un niño, te sorprendes porque los Reyes se han comido el trozo de turrón que les dejaste y los camellos se han bebido toda la leche. Es más la felicidad de que algo mágico ha pasado que los propios regalos debajo del árbol.

Sin embargo, cuando crecemos, se nos olvida que la magia existe. Vamos corriendo a todos sitios, sin pararnos a mirar a nuestro alrededor y sin ver más allá de nuestras narices.

Porque claro que la magia existe. Está en cada segundo de nuestras vidas. Solo vivir ya es mágico. Pero dejamos de creer en ella porque se supone que tenemos que madurar, hay que hacer lo que se espera de nosotros en la vida. Tener un buen trabajo, una casa bonita y una familia. Y todo esto está genial, siempre que sea lo que quieres porque entonces será mágico.

Por eso siempre querré a mi lado a una persona que tenga esa magia en los ojos, la de un niño el 6 de enero. Esa mezcla de ilusión y sueños por cumplir. Que no se canse nunca de soñar. O, mejor dicho, que no se olvide nunca de soñar.

-«¿Qué quieres ser de mayor?

-Quiero seguir teniendo sueños. No me importa que no se cumplan, pero quiero seguir teniéndolos».

Nuestros amantes.

Porque esas personas son las que te hacen volver a creer en la magia y disfrutar de los pequeños momentos que nos concede este mundo loco, que son muchos, pero que, a veces, no sabemos apreciar. Y yo también quiero ser un poco Campanilla y seguir creyendo en las hadas y gritar con aquel Peter Pan (que fue nuestro primer crush de la preadolescencia) aquello de “Yo creo en las hadas, yo creo, sí creo”.

Aunque eso siempre tiene sus riesgos y sino que me lo cuenten a mí o a Michelle Jenner en Nuestros amantes

-¿Qué es lo mejor del tío?

-Es un hombre que no se ha olvidado de ser niño.

-Y, ¿lo peor?

-El niño, a veces, se olvida de ser hombre.

M. 

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