Ahí perdí la cuenta
Últimamente, parece como si hubiese dejado de pensar y quizá por eso he dejado de escribir. Siendo justa no he dejado de hacerlo del todo, una adicta es una adicta. Lo más correcto sería decir que he dejado de escribir sobre mí que, al final, es de lo que más “hablo”, es donde encuentro mi ¿inspiración? Mis historias, mi vida, aquello que me pasa o lo que no, que, a fin de cuentas, siempre me ha definido mejor que lo que sí me pasa. Nunca entenderé a aquellos que se definen por lo que tienen o por lo que les pasa cuando lo que de verdad se nos queda dentro es aquello que perdemos o aquello que no nos pasa.
Y es que he puesto el modo avión y me he dedicado a vivir, pero sin pensar. Me he dejado llevar por la marea y he ido tomando decisiones sin darles demasiadas vueltas; si me apetecía, lo hacía, sino, no. Y todo sin tener muy en cuenta los efectos colaterales. (Perdón por ello).
Y, para eso, me he tirado de lleno a disfrutar de historias sin espectadores, esas que no dejan huella en nadie (salvo en mí, pero es que en mí todo deja algo, por muy corta o sin sentido que sea la historia). Esas que no crean expectativas en nadie, las que no van a sorprender si se acaban porque lo mejor es que nadie las ha visto. Historias sin likes, sin stories de Instagram, sin ningún archivo gráfico ni pruebas. Las que solo disfrutas, pero no sufres. Con las que siempre reirás, pero jamás llorarás, porque no llegan a ser lo suficientemente importantes. Al fin y al cabo, aquellas que te hacen no pensar en todo lo demás.
Pensar demasiado da miedo, abre las puertas a los juicios, pero no a unos cualquiera, sino a los peores, a los que una se hace de sí misma. En los que, sin duda, nadie gana y solo pierdes tú.
Así, para evitar todo esto, dejé de escribir porque escribir me ayuda a ordenar mis pensamientos y no quiero ordenarlos, o, quizá, son ellos los que no quieren que los ordene. Aunque eso suena un poco a excusa, como cuando veo mi habitación hecha un desastre y aparto un poco la vista para no tener que autoconvencerme de que es momento de ordenarla.
Pero, como cuando va a venir mi hermana a casa y comienza la operación: “ordenar y recoger a fondo” como si de una inspectora del orden se tratara, hoy he vuelto a escribir. Y si te estás preguntando si he conseguido ordenar mis pensamientos, la respuesta es: “todavía no”. O debería ser: “¿alguna vez he conseguido hacerlo?”.
Es difícil escribir una continua contradicción de pensamientos, como cuando le intentas explicar a una amiga que esa persona sigue en tu vida, pero que no has descubierto aún de qué manera y no quieres que te tome por loca. Aunque entiendo que lo haga porque yo también lo haría. Pero es que una amistad de verdad es eso, dos personas que sin saber qué hacer con sus vidas, se aconsejan y no se juzgan.
Lo que sí he conseguido entender es que no importa tanto de qué manera esté en mi vida. Porque si algún día nos reencontramos habrá merecido la pena. Si volamos a Perú con una mochila a cuestas, vivimos en una casa acristalada y adoptamos un Braco de Weimar habrá merecido la pena. Si me hace bailar El Baile de Izal vestida con un traje de chaqueta blanco y descalza habrá merecido la pena. Si damos la vuelta al mundo en una furgoneta, desde luego, habrá merecido la pena. Pero si no es así, si no nos reencontramos y cada uno sigue su camino, también habrá merecido la pena. Todo el camino recorrido lo habrá merecido, todos los 324 amaneceres, 145 películas, 51 viajes, 34 discusiones, 1302 cenas y ¿besos? ¿Cuántos fueron los besos? Ahí, perdóname, pero perdí la cuenta.
M.