Las cosas inacabadas
Cuando empiezo a escribir sobre cualquier cosa, ya sea una entrada del blog, una historia, una carta…, me obsesiona muchísimo cómo empezar. Puedo pegarme días con mil ideas en al cabeza y, sin embargo, no poder escribir sobre ellas básicamente porque no sé por dónde hacerlo. Lo que tantas veces he llamado “miedo a la página en blanco”. Pero en cuanto tengo tres líneas y esas tres líneas me convencen, entonces, las palabras parece que salgan solas. Empiezo a aporrear el teclado de mi ordenador y no sé qué va más rápido si mis manos o mi cabeza.
Es como cuando llevas ya un tiempo estudiando una oposición y te toca “cantar” un tema que llevas bien: en cuanto dices las primeras líneas, el resto parece que lo vomites.
Los inicios. Cómo nos obsesiona que nuestros inicios sean perfectos, que salga todo rodado, nos esforzamos más que nunca. Como cuando empieza el curso, te compras una agenda y empiezas apuntando absolutamente todo, pero, a la segunda semana, pasas a apuntar solo lo imprescindible y, al finalizar el primer mes, ya no sabes dónde dejaste la agenda.
¿Creemos que si un inicio es perfecto, si nos esforzamos al máximo en él, ya no tendremos que hacerlo nunca más? ¿Pensamos que saldrá solo? Puede que pase al principio, que como yo con mis primeras líneas, el resto del texto parece que salga solo. Pero, ¿hasta cuándo?
Y es entonces cuando llega mi segunda obsesión cuando escribo: saber cuándo y cómo parar. ¿Dónde poner ese punto final?
Los finales. Tanto en una novela, como en una poesía y qué decir de una película, los finales son quizá la parte con la que más nos quedamos. Un final que te haga pensar como en Origen. Uno que te cueste superar como me está pasando con Avengers: Endgame después de verme todas las películas durante esta cuarentena. Uno que marque el final de una época como con Harry Potter. Y otro que te decepcione como Juego de Tronos y qué decir de Los Serrano.
También los hay rocambolescos y tristemente preciosos como Quiéreme si te atreves. Finales con frases que han pasado a la historia del cine como aquel “Francamente, querida, me importa un bledo” y “Mañana será otro día” de Lo que el viento se llevó; o “Presiento que este es el comienzo de una gran amistad” de Casablanca.
O, por el contrario, finales que justo pasan a la historia por la falta de esas frases: ¿qué le susurra Bill Murray a Scarlett Johansson en la última escena de Lost in translation? Y ¿qué le jura Ennis a Jack en esa última y desgarradora línea de Brokeback Mountain?
Hay también aquellos que te rompen como Titanic o Million Dollar Baby, o los que te sacan una enorme sonrisa como Con faldas y a lo loco. Y, quizá, mis tres finales favoritos: ese solo de batería en Whiplash; el recordatorio de aquel épico concierto en Bohemian Rhapsody; e, indiscutiblemente, La La Land, con ese final tan poco característico en el cine de Hollywood, pero al mismo tiempo, tan fiel a él, porque ¿qué es Los Ángeles, sino la ciudad de los sueños? Y es que el verdadero amor de los protagonistas en esta película es con sus sueños.
Iba a parar ya con los finales de cine, pero no puedo dejar esta lista sin hablar del final de La boda de mi mejor amigo, película de la que ya he hablado alguna vez y que, en mi opinión, tiene el mejor final de este género: esa llamada de teléfono, ese reencuentro sonando por última vez I say a little prayer y esa frase final: «Piensas, ¡qué demonios! La vida sigue. Quizá no habrá matrimonio. Quizá no habrá sexo. Pero por Dios, seguro que habrá baile». Y, entonces, acabas sonriendo.
Como en el cine o al escribir o crear lo que sea, en la vida también es importante saber cuándo y cómo poner punto final a nuestras historias. A aquellas que acaban, por supuesto.
Hay finales que fueron evitables porque llegaron antes de tiempo, ya sea por miedo, por cobardía, por falta de interés. Pero que no te dejan descubrir lo que la vida te tenía preparado con esa persona, en esa ciudad, en ese viaje. Y es que hay historias que merecían un mejor final.
Aquellos que tú no eliges, ni habrías elegido nunca, los finales impuestos, los que no planeas. “No hay peor despedida que aquel último beso a la persona que no habrías dejado de besar nunca”. Pero de los que aprendes y es que, también, se conoce a una persona por su forma de irse.
Hay finales que nunca acaban siéndolo. En los que te despides, pero no te dices adiós. Historias a las que te aferras, que alargas, a pesar de que el hecho de que vayan a terminar sea inevitable. Como escribió, hace unos días, Rayden: “Como releer el mismo cuento y pensar que por leerlo una vez más se cambiará el final”.
Los que no tienen explicación, los que cierran historias que nunca pensaste que se acabarían. Se suponía que éramos indestructibles dice La habitación roja en aquella canción.
Y, ¿qué pensáis de aquellas historias que terminaron sin haber, siquiera, empezado? Historias tan efímeras que ni siquiera han comenzado. Aquellas que lo tenían todo para ser un sí y, sin embargo, por distintas razones, por circunstancias del momento, fueron un no. De estas tenemos todos.
¿O es que nunca habéis tenido la sensación de conocer a alguien en el momento equivocado?
Esas historias que comienzan conociendo a alguien con quien sientes una extraña sensación, una rara conexión. Hay algo inevitable que te atrae de él o de ella, aunque no sepas el que. Pero por circunstancias de la vida se queda en eso, en un fin de semana, un par de días, un par de conciertos, un par de cubatas, unas horas en las que hablas de todo y de nada, en las que no te da tiempo a conocerlo apenas, pero sientes que sí lo has hecho en parte. Seguramente no sepas si tiene hermanos o cuándo es su cumpleaños. Pero sí has descubierto cómo cierra los ojos al escuchar una canción que le gusta, que tiene la manía de morderse las uñas y que sabe reírse de sí mismo.
Esas historias efímeras que realmente no tienen casi peso en nuestra vida, pero que, a veces, sin darnos cuenta, vuelven a nuestra cabeza, sin más, sin ninguna intención, solo te acuerdas de esos días. Y piensas y si… Incluso la vida hace que vuelvas a cruzarte con ellas y vuelvas a sentir esa misma conexión nada más miraros y volver a esos días, pero sigue siendo algo inacabado que nunca llega a empezar.
Y es que si hay algo que de verdad odio, son las cosas inacabadas, los finales que son, pero no son. Lo que podría haber sido, pero no fue. Aquel posible futuro que nunca será presente. Como este texto, que por mucho que busque, no le encuentro final mientras escucho Hay un fuego de la M.O.D.A.
M.